El origen de un sueño
Creo que todo comenzó siendo un niño. Contaba con cuatro años de edad cuando un buen día encontré a mi abuelo, Miguel, empacando sus valijas. Se aprestaba a visitar su tierra natal, Italia, luego de muchas décadas de inmigrante. Yo decidí que lo acompañaría para conocer el viejo continente. Elegí como medio de transporte un cohete: un tubo de escape de moto propulsado por papel y hierbas. El despegue falló, pero tal vez en ese momento dio inicio mi amor por los viajes y las motocicletas. Cuando mi abuelo retornó, no dejaba de interrogarlo acerca de Europa. Escuchaba con la boca abierta sus relatos, imaginando el día en que visitaría esos lejanos y misteriosos lugares.
Un par de años más tarde, recibí el mejor regalo de mi vida: un atlas. Entonces comencé a realizar increíbles viajes de sillón a través de sus páginas. Cada foto era una aventura que me imaginaba viviendo, y pronto sabría ubicar todos los países sobre un planisferio. Casi al mismo tiempo, animado por mi maestra de segundo grado, me dediqué a coleccionar sellos postales de todo el mundo. Encendía mi imaginación repasar en un mapa el posible viaje que habrían efectuado, pegados a una carta, hasta llegar a mis manos.
Por otro lado, estaban las motos, mi otra gran pasión. Permanecía ratos interminables con mi nariz pegada a las vidrieras de los concesionarios. Cada vez que tenía la oportunidad me trepaba en alguna, y aferrado al manillar, imaginaba recorrer las carreteras a toda velocidad. ¡Si casi podía sentir el viento! Mientras tanto, juntaba motocicletas de juguete soñando con el día en que tendría una real.
Así llegó la adolescencia, con los ahorros de mi trabajo compré al fin mi primera «dos ruedas», un pequeño ciclomotor de 50cc. Fue como tocar el cielo con las manos.
Con el tiempo adquirí algunos modelos de mayor cilindrada, con los cuales comencé a emprender pequeñas expediciones. Entonces llegó el año 1995 y decidí que la hora de un gran viaje había llegado. El motociclismo quedaría al margen de momento. Debía vender mi compañera, una Kawasaki, para comprar un pasaje. La tarea no fue fácil. Al cabo de muchas vueltas, un excompañero del colegio se decidió a viajar conmigo y me compró la moto. Con el dinero obtenido, pagué un billete aéreo y me quedaron cincuenta dólares en el bolsillo. Era una locura. Por suerte, un tío que fue a despedirme al aeropuerto se apiadó de mi escasa fortuna y me dio otros cien. Europa esperaba.
Pasé catorce años en el viejo continente, viviendo en diversos países y recorriendo otros tantos. Pero una vez más sentí la necesidad de un cambio. Corría el año 2009 y decidí establecerme en Colombia.
Al cabo de diez meses, las cosas no resultaron como había planeado. Debí regresar a Argentina después de una década sin visitarla. Una alegría inmensa me invadió al pisar mi tierra, reencontrándome con familia y amigos; pero el instinto de eterno viajero me llamaba. Entonces, comencé a meditar sin descanso a dónde iría apenas tuviera los medios necesarios. En aquel momento, el sueño de una vida se reavivó. Lo había decidido, daría la vuelta al mundo en moto.